miércoles, 25 de julio de 2012

La torre de los siete jorobados







"La ciudad subterránea, a la que dedicábamos todas las horas del día, tenía visos de no haber sido una simple red de túneles para conectar edificios y evitar el frío de los trayectos a pie, un frío al parecer monstruoso que durante algunos siglos había azotado la submeseta sur, y que era el origen de refranes como: en enero, se hiela el agua en el puchero. Las ascuas de los braseros, según algunos de los códices que manejábamos, no calentaban las casas, y sólo bajo tierra podía alcanzarse otro tipo de calor: el que desprendía el núcleo del planeta. Aquellos viejos códices, que contenían falsos planos de los pasadizos y que explicaban el calor subterráneo por la cercanía entre la vida humana y el infierno, parecían ciencia ficción; sin embargo, bastaron unos días de trasiego por los túneles interminables para que yo misma notara ese calor sutil, y eso que estábamos a miles de kilómetros del núcleo terrestre. Con todo, no era ésa la función principal de la villa, sino el haber alojado a los judíos que, tras decretarse la expulsión por parte de los Reyes Católicos, decidieron habitar la ciudad que sus ancestros habían levantado en el subsuelo, previendo tal vez que algún día tendrían que abandonar aquellas tierras. Había una sinagoga, un cementerio y habitáculos lo suficientemente grandes, en realidad antiguas casas de cuyos tabiques quedaban ruinas, que certificaban lo registrado en el códice. Había asimismo frescos en las paredes y el techo del espacio principal, constituido por una modesta plaza. Los frescos representaban extrañas escenas pastoriles, las cuales, conforme iban recuperando forma y color, comenzaron a hacer las delicias de aquellos siete hombres, aunque por supuesto de una manera silenciosa, rota únicamente por el larguirucho, que cada vez que pasaba ante los frescos no podía dejar de entonar canciones que me crispaban, y cuyas melodías parecían contener una mezcla de burla, admiración y el aireo de cierto estúpido secreto. A veces jugaba a perseguirme por los túneles. Aparecía por ejemplo en una esquina, clocaba su canción y luego se esfumaba, confundiéndose su escuálida figura con una sombra. Por su parte, el calvo comenzó a permanecer durante horas detrás de mí, atento a cada uno de mis descubrimientos, con un sigilo tan fabuloso que lo único que me advertía de su presencia era su respiración jadeante. Ni sus pisadas se escuchaban. Yo comenzaba muy temprano a caminar, y al rato me daba la vuelta y me encontraba con su cara, de bellos y criminales ojos que nunca me miraban. Al cabo de un par de horas volvía a girarme y había desaparecido; entonces era el resto de los hombres quienes aprovechaban para seguirme, aunque siempre como a hurtadillas, temerosos de ser descubiertos por su maestro".
Me permito citarme a mí misma. El fragmento que acabo de copiar pertenece al libro Cuentos en blanco y negro (ed. Miguel Ángel Oeste), en el que me invitaron a participar junto a otros escritores. Cada uno de nosotros tenía que elegir una película en blanco y negro y escribir una ficción a partir de ella. Yo elegí La torre de los siete jorobados, de Edgar Neville. Había varias motivos en mi elección de este fabuloso clásico del cine español, y uno de ellos era el Madrid que presenta la cinta, un Madrid en cuyas entrañas se esconde otro, lo que no deja de ser una metáfora de cualquier ciudad y casi de cualquier cosa. La torre de los siete jorobados cuenta la historia de un joven al que se le aparece un fantasma que le pide que proteja a su sobrina de una extraña banda de jorobados que viven en una ciudadela subterránea, ciudadela en la que se escondieron los judíos que no quisieron salir de España cuando se les expulsó. Buena parte de la peli transcurre en la plaza de la Paja, y esa es la única calle que he logrado localizar. El resto de exteriores corresponden, o eso creo, a zonas céntricas de la capi, aunque no sé exactamente cuáles son. Estamos hablando de 1944:









                    Y aquí la ciudad subterránea




                    El resto de los motivos que me llevaron a elegir esta película quedaron recogidos en un texto que iba a publicarse inicialmente en el libro junto con el relato, pero que al final no se incluyó. Se trata de motivaciones biográficas, que no sé si pueden tener algún interés, pero que copio también aquí como cierre de la entrada:


EXCUSA PARA UNA POÉTICA


                    La torre de los siete jorobados, de Edgar Neville, es una noche en casa de mi abuela viendo Historias para no dormir, la serie que Narciso Ibáñez Serrador dedicó al género de terror entre los años 60 y 80 del siglo pasado. Yo era una enana, ni siquiera había desarrollado la capacidad para seguir una serie, pero recuerdo la intensidad de ciertas imágenes, como la de un hombre agonizante que repetía “Estoy muerto”, y que habría causarme cortes de digestión nocturnos. Quien insistía en estar muerto vomitaba una baba verde que, barrunto ahora, seguro que tenía que ver con la niña de El exorcista, y no con ninguna de las adaptaciones de cuentos clásicos que se emitían en la mencionada serie. Pero mis aprendizajes tempranos, los que fijaron el modelo de los que habrían de venir después, son esa bruma, esa mezcla de unas historias con otras según una lógica vivencial e intuitiva. Mi preadolescencia se compuso, entre otras muchas cosas, de amor por las películas de terror, películas norteamericanas en su mayor parte que, sin embargo, me retrotraían al programa de Chicho. Más adelante llegué a Buñuel, a Un perro andaluz y La edad de oro, a ese todavía primer cine que, si bien al amparo de presupuestos surrealistas, era no obstante libre porque, opino, muchos de sus códigos estaban aún por desarrollar. He elegido La torre de los siete jorobados porque aúna los elementos mencionados. Terror de cuño español, fantasía, costumbrismo, suspense, surrealismo, humor absurdo y libertad a raudales. Huelga decir que lo que consigno aquí sobre este film tiene que ver únicamente conmigo, es decir, con mi interesada y rebelde manera de interpretar.