sábado, 25 de mayo de 2013

Barrios. Cosas


En mi época universitaria era costumbre recorrer el barrio de Salamanca las noches en las que había recogida de muebles para adecentar el piso compartido.

Una amiga se hizo, entre otras joyas a las que roía la carcoma, con un arcón decorado con motivos campestres.  Mi amiga inyectaba líquido matacarcomas por todos los agujeritos de los muebles gorroneados en los portales de la gente pudiente. Durante años arrastró de piso en piso el arcón,  un estiloso perchero de pie y una mesita auxiliar que, según ella, era de estilo biedermeier, aunque ya no valía un duro porque estaba reparada. Mi amiga le dio una capa de betún y la usó como mesita de noche.
 
Yo nunca me topé con nada de valor. Tenía menos necesidad que mi amiga, pues mis padres siempre estaban deseosos de visitar Ikea cuando venían a Madrid. Mi único botín duradero fue algo que no estaba destinado a durar: unas etiquetas adhesivas. Todavía las tengo. Llevan conmigo doce o trece años. Mis carpetas, mis archivadores, mis tápers, lucen esas etiquetas  de papel amarronado por la suciedad. Habían desmantelado una oficina; las tiras adhesivas estaban enredadas  entre las patas de una silla con ruedas. Era de día.

Cuando comenzó el otoño de 2005 empecé a encontrarme gomas de pelo por la calle. Cada vez que miraba al suelo, no veía colillas, ni palos de piruleta ni papeles, sino gomas aplastadas, o recién caídas y todavía limpias. Me daban entonces ganas de llevármelas a la nariz, de rastrear la marca del champú, del suavizante que había dejado el cabello demasiado resbaloso.

Podría decirse que me encontraba siempre gomas de pelo porque era lo que me interesaba (la típica idea, al parecer comprobada, de que sólo vemos lo que buscamos, que a su vez es lo que sabemos), pero no recuerdo haber estado sumergida en el mundo de las gomas de pelo durante el otoño de 2005. Luego sí me interesé, aunque no por ellas, sino por estar todo el tiempo encontrándomelas. Alimentaban mi lado supersticioso: si me salían al paso, era por algo. Me sentía obligada a descifrar un mensaje cuya lógica sólo podía ser tan absurda como estar tropezándome todo el tiempo  con un objeto que no significaba nada para mí. Probé a recogerlas; el bolsillo trasero de mi mochila se llenó de cintas elásticas, algunas relucientes, la mayoría manchadas de polvo, y tal vez de meados de perros y gatos y de escupitajos secos. Nunca metía la mano hasta el fondo de ese bolsillo. Comencé a ponérmelas cuando iba a nadar. Tres veces por semana elegía una goma roñosa y la sumergía en el agua desinfectada con cloro. Lo bueno de esta estrategia es que la goma dejaba de darme asco, y del bolsillo pasaba al armarito del cuarto de baño. No ocurrió en mi vida nada que guardase relación con las gomas de pelo.

Estas eran las vías que más trasitaba entonces, donde encontré la mayoría de las gomas: Pedro de Valdivia, Pinar, Serrano, López de Hoyos, Francisco Silvela, avenida de América, Cartagena. No son exactamente lugares periféricos, pero este blog es www.madridesperiferia.blogspot.com, quiero decir, mi idea de la periferia es amplia, u otra.

Hace un mes, o tal vez más, vi en El Matadero una exposición en la que se mostraba el trabajo de unos arqueólogos urbanos. Su arqueología: recoger objetos callejeros en determinados barrios y archivarlos en cajones. ¿Decían algo los objetos perdidos o tirados sobre los barrios? Creo que era esa la pregunta de la exposición. Quizá no. Ignoré el folleto. Tal vez los artífices del proyecto no eran arqueólogos urbanos, sino artistas, y buscaban otra cosa. El caso es que yo me hice mi idea y me empeñé en contestar a la pregunta sobre lo que yo creí que iba la exposición mirando los objetos.
 
 
 
 
 




 
















 





 





 
Concluí que esas cosas recogidas en la calle evidenciaban el nivel sociocultural y económico de los barrios. Me fijé bien en los cachivaches de Malasaña y en los de Carabanchel. Son dos barrios que conozco. Más tarde pensé que, precisamente por conocer esos dos barrios, había visto lo que sabía de antemano. Mi conclusión era una patata. También pensé qué habría pasado si me hubieran enviado a coger cosas cuando me topaba todo el rato con gomas de pelo. El resultado de mi investigación habría sido, cuando menos, desconcertante.
 
Aquí una foto de otra de las exposiciones que había ese día en El Matadero, y que meto en esta entrada porque salgo yo: