lunes, 22 de febrero de 2016

Nación Rotonda






“Concebida en la pantalla del delineante y la mesa del concejal, la verdadera forma de la Nación Rotonda sólo aparece ante nuestros ojos cuando la recorremos con el mismo punto de vista que se usó para crearla”: así se abre Nación Rotonda, libro que forma parte de un proyecto más amplio cuyos impulsores definen como un inventario visual sobre el cambio de uso del suelo en España durante los últimos quince años. El recorrido comienza en la época de la bonanza económica y termina con la crisis, y constituye una de las iniciativas más interesantes, amén de indispensables, de los últimos tiempos. Lo demuestra el seguimiento que ha conseguido. La web Nación Rotonda (http://www.nacionrotonda.com/), buque insignia de la propuesta, suma 785000 páginas vistas y 250000 usuarios. Su página de Facebook alcanza casi seis mil seguidores, y un poco más la de Twitter. No sólo El País, El Mundo o la Cadena Ser, entre otros medios nacionales, le han dedicado espacio a la iniciativa. También The Guardian o el New York Daily News se han hecho eco de esta peculiar obra en marcha que resume lo que ha sido la marca España, o séase, el modus operandi de nuestro terruño desde que el espejismo de la riqueza vía pelotazo urbanístico se apoderó del horizonte de expectativas patrio para poblar otro horizonte, el real, de ladrillo visto y feo, de carriles y glorietas donde reinan las estatuas-engendro del primo o la cuñada del concejal o concejala.  

He aquí la génesis de Nación Rotonda: hace unos años el ingeniero de caminos Miguel Álvarez, que trabajaba fuera de España, escribió a quienes hoy forman parte del colectivo para decirles que siempre se abordaba el tema de la burbuja inmobiliaria desde un punto de vista económico, pero que faltaba el punto de vista territorial. El punto de vista territorial podía resultar a priori difícil, porque muchas de las transformaciones acontecidas a raíz del boom del ladrillo son tan monstruosamente grandes que no se aprecian a escala humana. Había que buscar la manera de verlas tal y como nacieron, y ahí estaban el Google Earth y el Street View, herramientas con las que poder hacer vuelos visuales para una posterior recopilación de instantáneas que a su vez se compararían con fotos antiguas. En una mañana quienes hoy firman Nación Rotonda se hicieron con medio centenar de imágenes y se dieron cuenta de que el proyecto era realizable.

La web es sobria e impactante: fotografías yuxtapuestas del antes y el después de 700 lugares donde manda el estropicio. Un slide entre las imágenes comparadas permite una visualización más efectiva y dinámica. Hay además un mapa de entradas, un Tumbrl, un archivo de artículos y un apartado para participar que reza “Añadir un cadáver inmobiliario”.

Los artífices, el mentado Miguel Álvarez junto con otros dos ingenieros de caminos, Esteban García y Rafael Trapiello, y el arquitecto Guillermo Trapiello, han planteado una estrategia muy inteligente en un contexto de saturación informativa y transformaciones aceleradas que propicia que los desmanes se olviden pronto. Se han valido del humor en las redes sociales (“La actividad aquí es frenética. Ya se ven los brotes verdes de la recuperación por todos lados”, dicen en Twitter al pie de una imagen de unas aceras abandonadas en una urbanización que nunca se hizo y por las que asoman unos yerbajos) para crear una comunidad a la que no dejan de atender. Y aunque usan el nombre de Nación Rotonda, no debemos pensar que el proyecto habla sólo de estas islas por lo general redondas (aunque las hay, este colectivo nos las muestra, con forma de compresa y hasta cuadradas)  que pueblan el asfalto. El archivo comprende polígonos industriales, aeropuertos, urbanizaciones, puertos o autopistas (están todas las autopistas radiales que han ido a la quiebra en Madrid, por ejemplo).

El libro de fotografía Nación Rotonda, que se basa en su homónimo online, se ha financiado gracias a una campaña de crowdfunding en la plataforma Verkami. Las distintas modalidades que había para participar han sido bautizadas socarronamente: “mecenas estudiante de urbanismo”, “mecenas urbanista exiliado”, “mecenas constructor” o “mecenas ministro de fomento (capitán rotondo)”, entre otras. En cada apartado se señalan los mecenas obtenidos: por ejemplo, de “mecenas promotor” hay doce y de “mecenas concejal de urbanismo” dos. El colectivo se fijó un objetivo inicial de 7800 euros para sacar 500 ejemplares. En sólo  treinta horas recaudaron ese dinero. Finalmente se hicieron con 28000 euros, lo que ha permitido una tirada de 1300 ejemplares con edición mejorada gracias a una preciosa portada lenticular.  Además, van a donar 39 tomos a bibliotecas de escuelas de ingeniería y arquitectura.

El libro Nación Rotonda es una maravilla por varios motivos. El primero de ellos es la efectividad de las estrategias que la obra despliega para dar testimonio de lo sucedido en nuestro país. No habría tenido mucho sentido, más allá de aspirar a su materialización y por tanto a su perdurabilidad en papel, limitarse a replicar lo que ya se había hecho en la web (si bien el resultado habría sido igualmente bueno por haberse tratado de la copia resumida de un trabajo excelente). El libro se ha valido de otras estrategias visuales que introducen nuevas perspectivas. Además de comparar el antes y el después de una intervención urbanística, se han usado juegos de zoom y escala, catálogo de elementos varios o vistas a pie de calle, todo lo cual multiplica y completa la narración visual que se había venido haciendo online.

 El segundo de sus méritos refiere a la ambición de contar lo que España lleva años relatándose a sí misma a través de los medios de comunicación, las ficciones y las historias cotidianas de una manera distinta y nada evidente para el profano. Seguramente a los arquitectos, ingenieros y urbanistas no les resultará tan novedosa esta forma de acercarse a la crisis, pero para cualquiera que no trabaje a diario con planos e imágenes aéreas, lo ofrecido por Nación Rotonda amplía su perspectiva e incluso la desvía.  Porque aunque Nación Rotonda es un libro de denuncia, en la medida en que se prescinde del texto y en que muchas de sus imágenes corresponden a intervenciones vistas desde el aire (lo que significa su conversión en una casi abstracción no pocas veces bella), el resultado final puede abrirse a otras consideraciones. Naturalmente, ello dependerá de los intereses y códigos manejados por quienes se enfrenten a un libro que forma parte de un proyecto cuya vocación no es elitista. Sirva para ilustrar esto que digo el catálogo de rotondas de las páginas 22 y 23. Un lego en la materia que ojease el presente volumen desconociendo las condiciones de su producción tiene que examinar bien esas imágenes tomadas desde el aire para darse cuenta de que, además de simpáticas variaciones de círculos, son rotondas. Lo que trato de decir es que no es ésta una obra que pierda toda su significación sin la referencia al contexto, o lo que es lo mismo: que a pesar de ser concebida como denuncia, puede asimismo leerse (un leer que es ver) al margen de la denuncia. Esto no le resta puntos. Como en cualquier narración, la insistencia y la obviedad habrían acabado resultando pesadas y limitantes. Y que se pueda dotar de significado a un artefacto por poseer sus componentes una gran fuerza connotativa habla muy bien de su diseño. No obstante lo dicho, los autores han tenido mucho cuidado de que no se ponga en tela de juicio su voluntad crítica, y si había alguna tentación de desligar alguna imagen de su circunstancia para subsumirla en el campo de las abstracciones, enseguida se ha dado la pista conveniente, una o dos páginas después, con fotografías que no dejan lugar a dudas: una calle sin edificios invadida por un rebaño de ovejas, un chalet con aspecto de chabola en una parcela, una carretera con acera y farolas que se corta en mitad de un monte donde solo hay matorral y otra que se introduce en la roca para terminar, valga la redundancia, en una pared de roca.

De lo que el libro Nación Rotonda nos habla no es sólo de la desaforada pasión por el dinero vía el ladrillo y del crecimiento mal entendido, sino también de la identidad española. El folclore cañí marca Franco, el desclasamiento, el mal gusto de los nuevos ricos, la corrupción, el absurdo. Todo ello podría servir como hilo conductor de este volumen. Vemos, por ejemplo, una rotonda a la que adorna en su centro un dantesco jamón, otra que parece obligada a conservar una preexistencia que, ahí puesta, se convierte en puro extrañamiento (se trata de una casucha de piedra parecida a las que en algunas ocasiones se alzan sobre los pozos de nieve). Presuntuosos chalets en mitad de la nada, una carretera que desemboca en una playa virgen y en la que hay una pintada que reza “calle de la vergüenza” o un montículo donde se alzan Quijote y Sancho, ridículos y  melancólicos.

Habría otros usos desviados de este libro. Puesto que no deja de señalarse un conflicto en casi todas sus estampas, el lector tendrá tentaciones de  completarlas con una historia. Así, en la página 28, vemos una rotonda cortada en la que hay aparcado un coche. La pregunta que nos asalta de inmediato es: ¿qué diablos hace ese coche ahí, en medio de ninguna parte, en una vía que no conduce a lugar alguno?

Para finalizar, cabe añadir que resulta difícil no pensar, mientras pasamos las páginas de Nación Rotonda,  en un proyecto parecido en cuanto a su proceso, Los Modlin, del también ingeniero (y fotógrafo) Paco Gómez, quien por cierto aparece en los agradecimientos de la obra que nos ocupa. Los Modlin es un libro autoeditado que lleva casi 4000 ejemplares vendidos y dos ediciones, y que cuenta la historia de una familia norteamericana que en los 70 decidieron instalarse en Madrid a la espera de que la España tardofranquista reconociese el talento de la matriarca, Margaret Modlin (Margaret era una pintora de aptitudes dudosas obsesionada con el apocalipsis). Aunque el texto manda, en Los Modlin las fotografías, en las que los miembros de la familia aparecen disfrazados y posando, son fundamentales para entender la atmósfera de extrañeza y locura que rondaba al clan. Amén de que ambas obras usan lo visual, traemos a colación la novela de Gómez porque podemos preguntarnos, si atendemos al resultado exitoso tanto de Los Modlin como de Nación Rotonda, si no será esta la vía que habrán de tomar el mundo del libro y los creadores. Podemos preguntarnos, en fin, si no hay que renunciar a los cauces convencionales no tras haber sido rechazado por ellos, como suele ocurrir, sino porque los proyectos sean ya concebidos desde el principio como una empresa que no tiene por qué limitarse al papel, como una empresa que pueda crecer en varias direcciones y formatos (video, redes, música…) según sus necesidades. Quizás esta consideración sea excesiva, pero de lo que no cabe duda es de que aquí  hay un camino por explorar cuyos resultados, si el talento, el trabajo y la oportunidad acompañan, pueden ser sorprendentes. Por otra parte, y este es otro de los motivos por los que relacionamos Los Modlin con Nación Rotonda, resulta más que significativo que estas dos obras que han logrado abrirse paso de una manera nada convencional y que destruyen el concepto unitario, jerárquico y algo rancio desde el que se piensan los libros, narren un delirio de grandeza. Quizás la razón de ser de ambas no sea tan distinta. Cómo no imaginarse a los Modlin habitando en alguno de los chalets a medio hacer o fotografiándose en mitad de una rotonda. Veo a la rubísima y bella Margaret usando como escenario de uno de sus cuadros apocalípticos las aceras plagadas de ovejas de una urbanización que nunca se hizo, confundiendo ese apocalipsis con el esplendor. Porque tal vez eso haya sido lo que nos ha pasado a todos: que no veíamos que los fastos eran la traca previa al fin de un mundo.
 
[El libro Nación Rotonda se puede consultar aquí: http://phree.es/nacion-rotonda-nacion-rotonda].

 

Suanzes



Foto de Olmo Calvo.


Hace unas semanas hablábamos en esta sección de una calle en la que sólo se trabaja situada, si accedemos a ella bajándonos en Suanzes, al otro lado de la Quinta de los Molinos. Me refiero a Juan Ignacio Luca de Tena. Hoy nos paseamos por lo que hay del lado de acá, esto es, que no atravesamos la Quinta, sino que nos quedamos en este tramo de la calle Alcalá delimitado por Hermanos García Noblejas y San Romualdo. Nos quedamos, en fin, en lo que es propiamente Suanzes, que se configura, en apariencia, como una suerte de espejo inverso de Juan Ignacio Luca de Tena. Y es que a bote pronto, si callejeamos superficialmente, podemos decir que se trata de una zona en la que antaño sólo se trabajaba.


Ocurre, no obstante, que definir este barrio es una tarea bastante más compleja. Es verdad que hace décadas en Suanzes primaba el trabajo. Sus calles eran sobre todo de fábricas y talleres. Ahora bien, muchos de estos talleres siguen en funcionamiento a día de hoy, por lo que tenemos que hacer una primera matización: el trabajo sigue siendo algo central por estos lares. Prueba de ello es que, además de los talleres que han sobrevivido a la desindustrialización, no pocas empresas han establecido aquí sus sedes, como El País o Rovi.


¿Por qué entonces mi énfasis en que es un lugar donde antes sólo se trabajaba, dando a entender que en la actualidad el trabajo ha sido expulsado de la identidad de estas calles? Pues porque es esa la impresión predominante para quien va de visita. O al menos para la visitante que yo soy. Tengo la sensación de que los inmuebles abandonados poseen una presencia mayor que lo nuevo, y no porque los talleres y las naves vacías y decrépitas sean más numerosos, sino porque su carácter se impone sobre lo demás. Lo connotativo, lo sugerido, tiene más fuerza que lo denotativo. El significado sin fisuras se encoge. Podríamos en todo caso tildar a este fenómeno de anomalía sensorial. Una anomalía en la que los inmuebles recientes parecen lo residual, lo que está a punto de extinguirse. Como si el barrio se estuviera construyendo hacia atrás en el tiempo.


Pero no hay nada más lejos de la realidad. Suanzes hoy es el producto de dos procesos. Por un lado, el cambio de modelo productivo y económico, responsable de los talleres y fábricas fantasma, así como de algunas casas humildes que sobreviven o simplemente yacen cual cadáveres en descomposición entre edificios nuevos. Por otro lado, las plusvalías generadas por que algunas empresas decidieran poner aquí su sede, lo que ha conllevado un efecto llamada. Cada vez hay más negocios y oficinas, y por supuesto trabajadores que quieren ahorrarse el trayecto diario, así que también han florecido los edificios de viviendas. Algunos son inmuebles de lofts, lo que da una idea del perfil de sus habitantes: jóvenes sin ataduras familiares.


Vayamos a la calle Tracia. El número 38 son oficinas de los años 50 con talleres debajo, el 36 una vivienda habitada en estado ruinoso, el 32 es un edificio de viviendas nuevo y modesto, ergo, ladrillista y vulgar; le sigue un inmueble antiguo que parece de oficinas o almacenes de los años 60, una guardería y un edificio novísimo con fachada revestida de paneles metálicos que pertenece a una empresa de imagen digital enfrentada a un taller de dos plantas de los años 50 o 60, el cual constituye la tipología de lo que fue la zona cuando era industrial y estaba en su apogeo.


¿Acabarán desapareciendo los talleres y las antiguas naves cuando dejen de ser negocio? Parece obvio que sí, aunque para la que esto escribe la ciudad debería preservar algo de su historia. Sin embargo, en un país donde el urbanismo pertenece a los agentes económicos, que no se caracterizan precisamente por querer conservar nada salvo sus privilegios y su histórica incultura, hay poco espacio para la esperanza (barbaries como la demolición de La Pagoda de Fisac o la destrucción del patrimonio histórico del centro de Madrid promovida por la Operación Canalejas o el Grupo Wanda, suceden con absoluta impunidad en España, donde quienes deberían proteger el patrimonio no están por la labor). Sólo cabe confiar en que a las antiguas naves y talleres de Suanzes se le encuentren utilidades futuras, como ocurre con La Faena II, una sala de conciertos situada en un antiguo garaje. Ojalá cunda el ejemplo.

Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 07/08/2015.

El olvido que seremos




Foto de Olmo Calvo.



Si hay un tema periférico por excelencia en nuestra sociedad es la muerte. No queremos ni olerla y... ¿por qué tendría que ser de otra manera?, se preguntarán. ¡Fuera penas! Puede que tengan razón; sin embargo, también hay argumentos para defender que esta huida del desenlace inevitable nos ha convertido en seres frágiles cuando de abordar nuestra desaparición o la de nuestros seres queridos se trata. Lo que no se acepta se vuelve monstruoso.


Salvo en el Día de Todos los Santos, los cementerios permanecen vacíos, incluso los de las grandes ciudades, sobre los que cabría la suposición de que fueran más visitados aunque sólo sea porque es mayor el número de cuerpos (o de almas) que en ellos descansan. No es así, y el Cementerio de La Almudena, que no sólo es el más grande de la capital sino también uno de los mayores de Europa occidental (ya ha recibido a más muertos que vivos hay en Madrid) permanece vacío y fiel al refrán «el muerto, al hoyo; y el vivo, al bollo».


Me bajo en La Almudena y tomo la avenida de Daroca en dirección al acceso principal del camposanto. No es la única entrada. Si hubiésemos tomado la dirección contraria, habríamos llegado a otra más pequeña, situada frente al Cementerio Civil, y habríamos visto de paso el aspecto gozosamente añejo de las tapias a ambos lados de la avenida, que discurre con adoquinado durante un trecho largo.


Hoy hace sol, pero si se viene en un día nublado es imposible no pensar, frente a la sucesión de ladrillo desgastado y cruces negras, en historias de fantasmas, así como en el gótico victoriano. Esta parte de la ciudad tiene un regusto a Londres, aunque en tono menorcísimo: estamos en Madrid y lo que termina reinando es lo cutre.


Frente a la entrada principal hay unos jardines que los fines de semana se llenan de jóvenes y en los que, entre semana, encontramos a vecinos paseando a sus perros. Al pórtico inmenso, modernista con algunos detalles de influencia neomudéjar, lo flanquean dos edificios. Uno ha sido ocupado. Ahora hay allí un autodenominado ESOA (acrónimo de Espacio Social Okupado Autogestionado) con un cartel que reza La Dragona. Entre otras actividades, en este centro se organizan asambleas y se imparten talleres, revitalizando así un inmueble que permanecía cerrado e inútil.


Si los cementerios son una traslación de la manera de construir las viviendas de cada sociedad, desde luego La Almudena lo ratifica en todas sus partes, tanto en las más antiguas, situadas a la izquierda si se entra al camposanto por la puerta principal, como en las modernas. Las primeras constituyen la parte más bella de la necrópolis. Son las que presentan un aspecto romántico, aunque también descuidado.


Lápidas con verdín ennegrecido

Muchas lápidas, sobre las que se acumulan capas de verdín ennegrecido, están rotas, al igual que sus barandillas, las cuales, por su aspecto de cuna, adquieren connotaciones inquietantes cuando el lecho de muerte en cuestión es el de un infante. Por cierto que antiguamente se esculpía en las lápidas el nombre de los niños y las niñas tal como se los llamaba, de ahí la profusión de Rafaelitos y Merceditas en las leyendas.


Caminar por esta parte de La Almudena me lleva a acordarme de cementerios célebres, como el parisino Père-Lachaise. ¿Por qué Madrid no mima su camposanto más emblemático y propicia las visitas? ¿Tendrá eso algo que ver con la pasión por borrar la memoria histórica o con el complejo de inferioridad nacional, esto es, con no querer a nuestros muertos ilustres por avergonzarnos de nuestra tradición?


Que el modernizarse vino de la mano del pisito ladrillista y de que los nichos llevaran foto y se dispusieran en colmena queda claro en La Almudena. Un piso, un nicho. La muerte se deshizo de todo halo místico y se convirtió en algo administrativo que era mejor olvidar. Ni siquiera los panteones sirven para conmemorar más que el abandono: en su mayoría lucen sucios y desamparados, y si se logra mirar por alguna rendija, vemos que lo más profuso que hay en su interior son las telarañas.


Tumbas de chinos y gitanos

Me topo con tumbas de chinos (hubo un tiempo en que muchos se preguntaban morbosamente que dónde se enterraban los chinos), aunque las más entretenidas son las de los gitanos por la profusión de adornos que también podrían estar en un salón, y que incluyen desde muñecas (las preferidas del muerto) hasta pegatinas de los héroes favoritos del difunto.


Es jueves por la mañana y los únicos vivos con los que me encuentro son algunos ancianos frente a tumbas de esposas o hijos, más un par de hombres haciendo footing. El camposanto se dispone sobre una loma desde cuyo punto más alto hay una vista de la periferia de la ciudad muy cinematográfica, así como de la caída de las tumbas: un mar de cruces áspero, hormigonado, bello en su fealdad y en la falta de concesiones a un Más Allá que aquí parece que sólo puede estar acá.
Un autobús interurbano, el 110, irrumpe en la necrópolis. Verlo avanzar entre las tumbas se convierte en una experiencia onírica. Seguro que más de uno o una habrá estado tentado de creer en los autobuses fantasma.


Por cierto: puede haber experiencias aún más tenebrosas en La Almudena, como el Monumento a los Caídos de la División Azul o a los de La Legión Cóndor, aunque mejor no entrar hoy por estos vericuetos tan siniestros, que ya hemos hablado bastante de la muerte.
 
Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 25/06/2015.

Un ruedo muy ibérico



Foto de Olmo Calvo.



La manera en cómo ha crecido Madrid y el espectáculo que se avista desde la M-30 generan una impresión donde reina una homogeneidad de las formas y el color que, sin embargo, no trasluce orden ni miramientos estéticos, sino caos. Desidia. Es por ello que el famoso y controvertido edificio de viviendas sociales El Ruedo, obra de Francisco Javier Sáenz de Oiza, destaca entre la marabunta de bloques que sobreviven junto a la circunvalación. Puede que al primer vistazo El Ruedo resulte brutal y el espectador censure su osadía; no obstante, y aun no comulgando con los parámetros por los que se rige, hay algo indiscutible: es una obra meditada. No se limita a reproducir un patrón fruto de suponer que el inquilino siempre quiere lo mismo (o que existe un ciudadano estándar que aspira a una vivienda estándar). Tampoco se trata de la ley del mínimo esfuerzo y el máximo beneficio. En El Ruedo hay arquitectura. Su diseño, de carácter unitario, remite al clasicismo romano. Parece un coliseo. Se trata de una obra típica de los años 80, postmoderna, que utiliza desenfadadamente elementos de otras épocas.


Si lo importante en arquitectura es ese tipo de rotundidad que genera en quien la contempla la sensación de absoluta naturalidad de la forma, como si un edificio no hubiera podido ser de otro modo, El Ruedo desde luego es todo un éxito. Su diseño no tiene fisuras ni puntos débiles: cuando a alguien se le ocurra enfoscar la fachada, el inmueble seguirá teniendo el mismo aspecto de caracol gigantesco. No hay forma de modificarlo. Ahora bien, desde el punto de vista social, no cabe aquí hablar de éxito. Han faltado los recursos para que el proyecto funcione debidamente.


El Ruedo es el fruto de un concurso restringido que convocó la Consejería de Ordenación del Territorio, Medio Ambiente y Vivienda de la Comunidad de Madrid en 1986. El Plan General de Diseño Urbano estableció cómo debía ser el inmueble. Entre otras cosas, tenía que desplegarse de forma curvilínea. Al concurso concurrieron arquitectos de renombre. Ninguno de ellos presentó un proyecto que se adecuara a los requerimientos de la convocatoria, salvo Sáenz de Oiza. El resultado es uno de los edificios más sugestivos y problemáticos de Madrid.


Me bajo en Vinateros y camino hasta Félix Rodríguez de la Fuente, que es donde se alza el objetivo de mi excursión, tomando la calle del Corregidor Diego de Valderrábano. Lo primero que me sorprende es el microcosmos que el edifico genera. Plegado sobre sí mismo en espiral, el contraste entre la parte que da a la M-30, protagonizada por ventanas pequeñas que buscan minimizar el ruido y la contaminación, y el interior, que forma un inmenso patio abierto de balcones generosos y colores cálidos, hace pensar en un papel de regalo envolviendo un juguete colorido y atípico, de muchas y sorprendentes piezas. Esta suerte de patio abierto conforma una plaza con, entre otras cosas, una cancha de fútbol y baloncesto, y una zona infantil.


La ola de calor, con el impertinente sol cayendo a plomo, no me impide observar el ambiente del sitio, pues a pesar de la inclemencia estival, los vecinos salen a la calle. Veo a adolescentes de etnia gitana reunidos en torno a una piscina de plástico para niños, a mayores sentados en sillas de plástico frente a los portales, parloteando y a la búsqueda de una fresca imposible hoy. Veo asimismo a un par de crías que se adelantan a los adultos que las custodian. El ambiente oscila entre lo popular y lo degradado, cosa ésta muy madrileña, siempre y cuando nos quedemos en el barrio, claro. Y es que todo en este lugar es tan interesante como significativo, para bien y para mal.


Así, por ejemplo, que se llame El Ruedo. En España, el ruedo suena a toros, a la revista de oposición franquista Cuadernos de ruedo ibérico, a la serie de novelas de Valle-Inclán que componen el proyecto inconcluso El ruedo ibérico, donde el autor relata satíricamente nuestra patria. El ruedo connota lucha, y por tanto épica. Se puede triunfar, pero también fracasar; como hay espectadores, el triunfo y el fracaso serán clamorosos. El Ruedo de Sáenz de Oiza, o su relato, encarna los sinsabores de nuestra historia, empezando por la recepción de la propuesta, que sigue recibiendo ataques virulentos (en este país el talento y el no plegarse a un mediocre concepto de normalidad son objetos del máximo odio). Por otra parte, aunque los motivos que adornan el interior son alegres (hacen pensar en un teatrillo o una zarzuela), la ironía que destilan sabe amarga cuando se investiga la historia del lugar. Para más inri, y como hemos apuntado antes, si bien su diseño trata de salvar los problemas de las viviendas que colindan con la M-30, la falta de dinero convierte a este entorno en un gueto. Muchos de los vecinos proceden de las chabolas del Pozo del Huevo, y el no destinar recursos educativos y de mantenimiento ha desembocado en problemas de convivencia. Hay quienes dicen que la estructura del inmueble no hace sino aumentar el estigma por parecerse a una cárcel, argumento éste endeble si se tiene en cuenta que ningún barrio marginal ha dejado de serlo por el simple hecho de que sus edificios se dispongan en avenidas amplias. Y es que las barreras más infranqueables no las hace el arquitecto.

Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 22/07/2015.

Donde sólo se trabaja




Foto de Olmo Calvo




Juan Ignacio Luca de Tena es la típica calle desangelada si se visita a una hora tardía o durante el fin de semana. En ella sólo hay sedes de empresas, mayoritariamente relacionadas con el mundo de la comunicación y la edición, como ABC-Vocento, Anaya o Bruño.


La vía, de hecho, le debe el nombre a que ABC trasladara aquí su sede: recordarán que Juan Ignacio Luca de Tena fue director del diario tras la muerte de su padre, Torcuato Luca de Tena. Aunque por aquí hay algunas viviendas, lo que predominan son los edificios de oficina (muchas de ellas en alquiler), el tráfico de trabajadores por el día y unas noches solitarias frente al ruido de la autovía del Noroeste. Hay quienes llegan en taxi a los hoteles de los alrededores (como el Silken Puerta Madrid, por ejemplo). Los hoteles de las afueras invitan a acostarse pronto porque no hay nada que ver por estos lares salvo que a uno o una le gusten las periferias, los no lugares o sea extremadamente curioso.


Se trata, en fin, de hoteles que están hechos precisamente para eso, para no desviarse de lo que se ha venido a hacer a la capital: llegar puntualísimo a la reunión o al avión que sale a horas intempestivas. Las horas intempestivas son las de los pringados y las de los ambiciosos.


Dan este tipo de calles, cuando se visitan en fin de semana y carecen casi por completo de actividad, para pensar sus relaciones con otros inmuebles que también se vacían, y por tanto en las posibles similitudes entre las tareas que en ellos se llevan a cabo.


Por ejemplo, vacíos se quedan también, cuando relojes y calendarios lo dictan, los colegios y los institutos, donde se acude por obligación durante un determinado número de horas que copan buena parte de la jornada o se socializa en torno a una misma actividad que a menudo no gusta. Mucho se ha hablado ya sobre si la educación moderna libera o esclaviza (hay teorías y prácticas para todos los gustos y contextos), y sea como sea, lo que está claro es que tantos años reclinados sobre un pupitre acostumbran y preparan para pasar otros tantos sobre una mesa de oficina.


Por eso me sorprende que esa cantidad ingente de horas al día dedicadas al trabajo no genere ciudad a su alrededor. En Juan Ignacio Luca de Tena, al igual que en otras calles donde dominan las empresas (por no hablar de los polígonos industriales), no hay prácticamente nada salvo esas mismas empresas. Parece que del trabajo no se deriven otros quehaceres en lo que al trabajador respecta, y si por un lado esto es lógico (si se está en el tajo, eso excluye cualquier actividad), por otro cabe sospechar un poco de la creencia de que el trabajo dignifica si, cuando finaliza la jornada laboral, se sale escopetado del recinto donde ésta tiene lugar.


Es más: se sale asimismo echando chispas incluso de la calle o barrio donde está la oficina. Salvo, claro está, si se curra donde sí hay ciudad, pues en este caso enseguida se encuentran escapatorias: bares, tiendas, bibliotecas, parques o lo que gusten. La que esto firma trabajó durante un tiempo en una de las empresas situadas en Juan Ignacio Luca de Tena. Era el año 2005, y yo vivía en la otra punta de Madrid. Tardaba una hora en llegar hasta aquí. Primero me tocaba coger el metro, y luego el autobús. Habría podido llegar antes si hubiese elegido bajarme, como hoy, en Suanzes y hubiese atravesado la Quinta de los Molinos, cuya salida a Juan Ignacio Luca de Tena está, además, frente a la empresa en la que trabajé (por cierto, y por si las moscas hay algún lector despistado que sólo conoce la Quinta de oídas, les recuerdo que se trata de uno de los parques más bellos de Madrid).


Sin embargo, me ocurrió algo que añadió media hora de ida y de vuelta más a mi trayecto: cuando cruzaba el parque para ir a la oficina me salió al paso un exhibicionista. Como todos los exhibicionistas que me he encontrado, éste se limitó a enseñar el miembro. No se acercó ni mostró más agresividad que la que conlleva el hecho de aparecer medio desnudo ante una desconocida. Sin embargo, yo me asusté y decidí cambiar la ruta para llegar al trabajo, lo que sumó, como he dicho antes, una hora más a mi trayecto entre la ida y la vuelta. Quizás tuve mala suerte y ese hombre no volvió a exhibirse en el parque. Y seguramente la cosa no pasaba de ahí, pero ya no pude deshacerme del miedo.


Cuento esto porque, puesto que aquí hablamos de la ciudad, algo crucial a la hora de abordarla desde la perspectiva del paseante (o de la paseante) son las vivencias que de ella se tienen. Y no sólo eso. También cuenta a qué se nos predispone: si se nos advierte que determinadas zonas son peligrosas, se las mira y camina de manera distinta, aun cuando no nos ocurra nada en ellas. Las mujeres solemos jugar con desventaja: cuando escuchamos detrás de nosotras unos pasos en lugares oscuros o solitarios, el corazón se nos acelera, pues nuestro imaginario es rico en casuística de agresiones de tipo sexual. En mi caso, y como ya he referido, el toparme con un exhibicionista en la Quinta y tener que modificar como consecuencia de ello el trayecto para llegar al trabajo hizo que Juan Ignacio Luca se configurara en mi cabeza como un lugar mucho más lejano y de difícil acceso. Como una suerte de isla para la que había que hacer filigranas si se quería desembarcar en ella.

Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 15/07/2015.

Viaje en el tiempo en Madrid


Foto de Olmo Calvo



En Madrid, como en muchas otras ciudades y pueblos de esta patria nuestra, parece que importa un pimiento cómo se hacen las cosas, urbanísticamente hablando. Se han cuidado algunas zonas de cara a la galería, que en este particular son los turistas (aunque parece que se ha considerado que hay poco que ver en la capital, a tenor de la desatención que se prodiga a todo lo que no cae bajo una idea escuetísima de centro) y, por supuesto, las zonas donde viven lo que algunos, mayormente adinerados, denominan «gentes de bien» (en verdad se trata de una autodenominación): dinero atrae dinero, sin importar que éste sea público. Lo que queda al margen de la llamada de la selva de un mercado cuya mano no es tan invisible, que es casi toda la ciudad, crece desde hace unas décadas como un animalito abandonado a su suerte. Tener suerte es que el político (o política) necesite hacerse la foto.


Hoy me bajo en El Carmen y pongo rumbo a La Elipa. A tal fin, tomo la calle José María Fernández Lanseros y llego a Ricardo Ortiz, en cuya esquina con Cyesa me topo con un edificio de criterio funcionalista que estéticamente no es gran cosa, pero que sin embargo, y gracias a su estructura, semejante a una flor, permite que todas las ventanas den a la calle y contar con generosas terrazas.


Los inmuebles que abren Ricardo Ortiz son austeros y recuerdan a películas españolas de los años 50. En el número 18 hay un pasaje dividido en tres pasillos que desemboca en unas escaleras. Frente a estas, se alza una tapia de metal que se precisa rodear para entrar en un inmenso patio que funciona como un túnel del tiempo y como parking. Si desean saber cómo era Madrid antes de ser asfaltado, vengan aquí. Y si desean un escenario neorrealista, también. La tierra y los coches aparcados se disputan la aridez de este dantesco espacio que no es una calle a pesar de que está abierto para el peatón. Da esto también para pensar en la infancia, pues los lugares abandonados son los favoritos de los niños, o al menos de la niña que yo era, y que habría campado por estos lares a sus anchas, a salvo de las miradas de los adultos porque el tumulto de autos estacionados multiplica los escondites, amén de lo mucho que puede emporcarse una con la tierra y las piedras. Supongo que no será lo mismo para los vecinos, quienes quizás querrían ver asfaltado y ajardinado esta suerte de solar interior.


La visita que acabo de hacer adquiere una relevancia mayor cuando llego a la calle de San Emilio. Por cierto que de camino paso por el Colegio Concertado La Purísima, cuyo horroroso edificio salpicado de cruces blancas en el centro de la fachada trata de romper la simetría sin conseguirlo. ¿Cómo es eso de que aquí cobra mayor relieve mi anterior parada? Pues porque en San Emilio los inmuebles son iguales a los que, en Ricardo Ortiz, rodean el patio, y no obstante, y éste es el quid de la cuestión, hay que hacer verdaderos esfuerzos para darse cuenta de que son idénticos. Retomo el asunto del urbanismo con el que he abierto este artículo, pues es precisamente el que se practique o se tome por el pito del sereno el bienestar de la gente lo que marca la diferencia, a veces abismal, entre unos sitios y otros. En San Emilio las aceras son anchas y permiten caminar bien a gusto, y hay espacio para setos y árboles de copas generosas que dan sombra a la calle, sensación de frescor y cierta intimidad. Para más inri, la calzada no es ancha, así que aquí no se ofrece más espacio al molesto, ruidoso y contaminante coche que a los vecinos y los paseantes.


Otro ejemplo de urbanismo, en este caso fracasado, lo tenemos en la pasarela que va de San Marcelo hasta el parque de la otra parte de la M-30, ese gran mirador (la M-30, no el parque) que podríamos situar en el cuarto grado del sentimiento de lo sublime descrito por Arthur Schopenhauer, a saber, el que se produce al contemplar la naturaleza turbulenta, el placer por la percepción de objetos que amenazan con dañar o destruir al observador: la marabunta de coches en este caso. Desde la pasarela se observan los millones de automóviles que transitan entre la marcianada kitsch que es el puente de Ventas y la Quinta de la Fuente del Berro. Se trata de una pasarela contemporánea de tipo industrial, efímera y hortera.


Cabe suponer que en sus barandillas nadie se apoyará, pues son tan grandes que la mano no puede agarrarse a ellas. Están hechas de metal, así que cuando hace calor, queman, y cuando viene el frío, son como cubitos de hielo. La pasarela tiene además umbráculos un poco absurdos, pues están agujereados, lo que hace que no guarezcan de verdad del sol o la lluvia. Son un gesto no concluido. Como he dicho antes, solo es sublime de esa manera que describe Schopenhauer la vista que ofrecen, el agolpamiento de los faros y las luces rojas de los coches, la papilla de ruido, el río que nos lleva y nos trae todos los días del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y siempre y cuando una se limite a observar.


La M-30 hace de límite entre un Madrid que comienza a ser céntrico y su periferia. La diferencia de cota marca la diferencia social: alta y ajardinada la que está dentro de la M-30, y baja y sin cortinas vegetales que amortigüen el ruido del tráfico y la contaminación la que está fuera. Y aquí me quedo por hoy, asomada a los bordes, un poco a la intemperie.

Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 10/07/2015.

El futuro ya está aquí: el PAU de Vallecas



Villa de Vallecas es el centro neurálgico de un distrito dantesco y mítico para bien y para mal en el imaginario de los madrileños. Es también la estación de metro más conveniente para mi paseo de hoy, que comenzará en el ecobulevar del PAU y abarcará parte del inmenso ensanche. Recomiendo visitar esta zona nueva en coche, o con unas buenas zapatillas y muchas ganas de andar. Y desde luego no en verano.

Yo no me puedo sustraer al verano. Hay una ola de calor, así que tomo la calle Sierra Vieja sin despegarme de las sombras que arrojan los toldos y los balcones. Esta parte del barrio tiene mucho de lugar intermedio entre la ciudad y un pueblo. Se conservan no pocos inmuebles de principios del XX, de ladrillo enjuto y oscurecido, aunque sobre todo hay pisos de dos y tres alturas y profusión de comercios. La altura de los pisos muta cuando la calle se abre en anchura y comienza a perfilarse como límite entre la parte más antigua de Vallecas y el llamado Ensanche o PAU de Vallecas, diseñado durante los 90 y que en 2004 aún no estaba finalizado, lo que motivó que los vecinos se organizaran en la muy reivindicativa Asociación Vecinal PAU del Ensanche de Vallecas. En su página web, www.paudevallecas.org, los post se suceden con una periodicidad casi diaria para dar cuenta de asuntos como la contaminación odorífera o la escasez de plazas escolares en el distrito.

La mentada contaminación odorífera no hace acto de presencia cuando al fin llego al bulevar de la Naturaleza. Al famoso ecobulevar. Debe ser porque hoy no se mueve una gota de aire, asunto éste que nos conviene para evaluar la utilidad de un proyecto que se pensó con muy buenas intenciones: acondicionar climáticamente un secarral y generar un espacio público para uso y disfrute de los vecinos, siendo dependiente esto último de lo primero. El bulevar se articula en torno a tres enormes cilindros distintos entre sí y concebidos para funcionar como árboles. Por sus paredes iba a haber una cortina vegetal. Uno de los cilindros, además, se encargaría de echar vapor de agua para mitigar solaneras como las de hoy. Se suponía que el resguardo ofrecido por el cilindro ahíto de vegetación y frescura atraería a los vecinos, y que estos se animarían a organizar actividades allí o en sus alrededores. Los usos previstos de este proyecto de los arquitectos de Ecosistema Urbano, que ganaron el concurso del Ayuntamiento de Madrid, van desde el circo en la calle hasta la tarde futbolera, pasando por ver la misa del Papa en directo desde Roma, todo lo cual da para pensar si eso coincide de veras con la llamada cultura popular o es la visión que unos arquitectos tienen de esa cosa también denominada pueblo, y que no se sabe muy bien qué es. Se trate de lo que se trate, entre los usos no se preveía que hubiera ninguno que plantease complicaciones ideológicas, intelectuales o políticas. ¿Se plegaban sus hacedores a la visión ramplona y franquista que el PP tiene de lo cultural y lo público?

Cuando me sitúo debajo del primer cilindro, que reina en mitad del bulevar desierto, lo único que veo son enormes paredes circulares que forman pisos en torno a una suerte de tela metálica que recuerda a las jaulas de los pájaros. Los maceteros, grises, están vacíos. El cilindro se asemeja a una nave espacial o a ese antiguo programa de televisión de estética entre onírica y futurista, El planeta imaginario. La pregunta aquí es obvia: si no hay dinero para el mantenimiento, ¿por qué llevar a cabo este tipo de proyectos? El bulevar en sí es interesante, y distingue a este PAU del de Las Tablas, monótono, conservador y caro. En esta parte del PAU de Vallecas se ha hecho arquitectura, como muestran los edificios Vallecas 16 o Vallecas 2, que se encuentran en el bulevar y que son bien sugestivos, al menos en sus fachadas, de estructura y materiales poco convencionales. Otros ejemplos de ello son el edificio Vallecas 20, negro, extraño, con ventanas que de lejos, y por el contraste, parecen ojos; y Vallecas 51, de SOMOS arquitectos, con una piel de policarbonato de distintos tonos de verde que vibra al graduar la tonalidad y el brillo. También merece atención el Centro Comercial La Gavia, de entrada discreta y elegante, un gran lucernario que permite la entrada de luz natural y, oh, ¡incluso áreas estanciales donde la gente puede sentarse tranquilamente en lugar de estar obligada a consumir o a transitar! Sí, es todo lo contrario de lo que ocurre en otros centros comerciales. Quizás no sea gran cosa, pero tranquiliza saber que todavía está permitido generar lugares en estos no lugares.

Como otros PAU, el de Vallecas trasluce las ideas que se tienen para el futuro. Se cumplan o no, algunas son francamente desoladoras: para ir de una acera a otra de la avenida Ensanche de Vallecas hay que cruzar diez carriles. De nuevo el coche reinando, esa necesidad del Capital y el Estado, que habría dicho Agustín García Calvo, y que hace que las ciudades sean menos ciudades para parecerse a carreteras. Esperemos que este futuro presagiado por los diez carriles ante los que me planto porque estoy a punto de reventar de tanto sol no tenga nunca lugar. Y que la vegetación crezca alguna vez en los cilindros del ecobulevar, que buena falta hacen aquí el fresco y el arropo