"La ciudad subterránea,
a la que dedicábamos todas las horas del día, tenía visos de no
haber sido una simple red de túneles para conectar edificios y evitar el frío
de los trayectos a pie, un frío al parecer monstruoso que durante algunos
siglos había azotado la submeseta sur, y que era el origen de refranes como: en
enero, se hiela el agua en el puchero. Las ascuas de los braseros, según algunos
de los códices que manejábamos, no calentaban las casas, y sólo bajo tierra
podía alcanzarse otro tipo de calor: el que desprendía el núcleo del planeta.
Aquellos viejos códices, que contenían falsos planos de los pasadizos y que
explicaban el calor subterráneo por la cercanía entre la vida humana y el
infierno, parecían ciencia ficción; sin embargo, bastaron unos días de trasiego
por los túneles interminables para que yo misma notara ese calor sutil, y eso
que estábamos a miles de kilómetros del núcleo terrestre. Con todo, no era ésa
la función principal de la villa, sino el haber alojado a los judíos que, tras
decretarse la expulsión por parte de los Reyes Católicos, decidieron habitar la
ciudad que sus ancestros habían
levantado en el subsuelo, previendo tal vez que algún día tendrían que
abandonar aquellas tierras. Había una sinagoga, un cementerio y habitáculos lo
suficientemente grandes, en realidad antiguas casas de cuyos tabiques quedaban
ruinas, que certificaban lo registrado en el códice. Había asimismo frescos en las
paredes y el techo del espacio principal, constituido por una modesta plaza.
Los frescos representaban extrañas escenas pastoriles, las cuales, conforme iban
recuperando forma y color, comenzaron a hacer las delicias de aquellos siete
hombres, aunque por supuesto de una manera silenciosa, rota únicamente por el
larguirucho, que cada vez que pasaba ante los frescos no podía dejar de entonar
canciones que me crispaban, y cuyas melodías parecían contener una mezcla de
burla, admiración y el aireo de cierto estúpido secreto. A veces jugaba a
perseguirme por los túneles. Aparecía por ejemplo en una esquina, clocaba su
canción y luego se esfumaba, confundiéndose su escuálida figura con una sombra.
Por su parte, el calvo comenzó a permanecer durante horas detrás de mí, atento
a cada uno de mis descubrimientos, con un sigilo tan fabuloso que lo único que
me advertía de su presencia era su respiración jadeante. Ni sus pisadas se
escuchaban. Yo comenzaba muy temprano a caminar, y al rato me daba la vuelta y
me encontraba con su cara, de bellos y criminales ojos que nunca me miraban. Al
cabo de un par de horas volvía a girarme y había desaparecido; entonces era el
resto de los hombres quienes aprovechaban para seguirme, aunque siempre como a
hurtadillas, temerosos de ser descubiertos por su maestro".
Me permito citarme a mí misma. El fragmento que acabo de copiar pertenece al libro Cuentos en blanco y negro (ed. Miguel Ángel Oeste), en el que me invitaron a participar junto a otros escritores. Cada uno de nosotros tenía que elegir una película en blanco y negro y escribir una ficción a partir de ella. Yo elegí La torre de los siete jorobados, de Edgar Neville. Había varias motivos en mi elección de este fabuloso clásico del cine español, y uno de ellos era el Madrid que presenta la cinta, un Madrid en cuyas entrañas se esconde otro, lo que no deja de ser una metáfora de cualquier ciudad y casi de cualquier cosa. La torre de los siete jorobados cuenta la historia de un joven al que se le aparece un fantasma que le pide que proteja a su sobrina de una extraña banda de jorobados que viven en una ciudadela subterránea, ciudadela en la que se escondieron los judíos que no quisieron salir de España cuando se les expulsó. Buena parte de la peli transcurre en la plaza de la Paja, y esa es la única calle que he logrado localizar. El resto de exteriores corresponden, o eso creo, a zonas céntricas de la capi, aunque no sé exactamente cuáles son. Estamos hablando de 1944:
Y aquí la ciudad subterránea
El resto de los motivos que me llevaron a elegir esta película quedaron recogidos en un texto que iba a publicarse inicialmente en el libro junto con el relato, pero que al final no se incluyó. Se trata de motivaciones biográficas, que no sé si pueden tener algún interés, pero que copio también aquí como cierre de la entrada:
EXCUSA PARA UNA POÉTICA
La torre de los siete
jorobados, de Edgar Neville, es una noche en
casa de mi abuela viendo Historias para
no dormir, la serie que Narciso Ibáñez Serrador dedicó al género de terror
entre los años 60 y 80 del siglo pasado. Yo era una enana, ni siquiera había
desarrollado la capacidad para seguir una serie, pero recuerdo la intensidad de
ciertas imágenes, como la de un hombre agonizante que repetía “Estoy muerto”, y
que habría causarme cortes de digestión nocturnos. Quien insistía en estar
muerto vomitaba una baba verde que, barrunto ahora, seguro que tenía que ver
con la niña de El exorcista, y no con
ninguna de las adaptaciones de cuentos clásicos que se emitían en la mencionada
serie. Pero mis aprendizajes tempranos, los que fijaron el modelo de los que
habrían de venir después, son esa bruma, esa mezcla de unas historias con otras
según una lógica vivencial e intuitiva. Mi preadolescencia se compuso, entre
otras muchas cosas, de amor por las películas de terror, películas norteamericanas
en su mayor parte que, sin embargo, me retrotraían al programa de Chicho. Más
adelante llegué a Buñuel, a Un perro
andaluz y La edad de oro, a ese
todavía primer cine que, si bien al amparo de presupuestos surrealistas, era no
obstante libre porque, opino, muchos de sus códigos estaban aún por
desarrollar. He elegido La torre de los
siete jorobados porque aúna los elementos mencionados. Terror de cuño
español, fantasía, costumbrismo, suspense, surrealismo, humor absurdo y libertad
a raudales. Huelga decir que lo que consigno aquí sobre este film tiene que ver únicamente conmigo,
es decir, con mi interesada y rebelde manera de interpretar.