viernes, 31 de diciembre de 2010

Vallecas

K. me dice por e-mail: "Tráete la cámara", y como no lo conozco bien no me atrevo a contestarle: "La he perdido, pero tengo el móvil". Llevo un año sacando fotos con el teléfono para nada, pues no sé pasarlas al ordenador. "Con un cable", me dicen. "No tengo ningún cable." "Con bluetooth." Me encojo de hombros: soy demasiado perezosa para ponerme a averiguar si mi móvil tiene bluetooth, y termino borrando los archivos. Doy por sentado que la tecnología ha de ser parecida al mentalismo; cuando no responde a mi cuadriculado esquema, la ignoro y me jodo. Hay despecho y venganza en mi actitud hacia los aparatos, lo cual es absurdo; sin embargo, pensemos en el gusto que da pegarle una patada a una puerta tras habernos clavado la manilla en el codo.


Las primeras impresiones de una ciudad son imborrables. Entrando por la A-3, carretera que fue mi pista de aterrizaje en la urbe, se pasa por Vallecas, y de ese paisaje procede  mi sensación ladrillista y monstruosa de Madrid, la impresión de que los edificios son apisonadoras y han sido levantados obsesivamente, cuidando de impregnar con el ladrillo los parques, los transeúntes y el aire. Luego una investiga y resulta que las moles sí fueron levantadas con enfermizo ánimo de lucro cuando el urbanismo, a partir de los años 50, comenzó a ser el forraje de las empresas privadas, que hasta hace bien poco han estado enriqueciéndose a base de construir auténticas mierdas, como todos sabemos. Lo siento, es así; en algunas partes de Vallecas se nota mucho, y el primer día de mi estancia aquí, cuando mi padre me trajo en su Volkswagen Passat y nos perdimos por la M-40, lo primero que pensé de Madrid es que todo era seco, y que los edificios te aplastaban, y que el verano seguía siendo achicharrante, aunque ya estábamos en un otoño de asfalto raro y fundido con la tierra. Alguien se había dejado sueltas las máquinas.






Cojo la línea 1. En la anterior excursión Manolo, o tal vez fue Esther, me dijo que esta línea atravesaba las zonas de pobreza, tanto del centro como de la perifera. Es cierto: en la línea 1 hay siempre más inmigrantes, y es difícil encontrar asiento.

He quedado con K. en la salida del metro de Puente de Vallecas. Es la segunda vez que lo veo. Queremos llegar hasta el centro del antiguo pueblo, callejeando por las inmediaciones de la avenida de la Albufera, que debe de ser, junto con Alcalá, una de las vías más largas de Madrid. Tomando la primera calle a la derecha vamos a parar a una zona comercial con un mercado donde no hago fotos porque todavía no me he atrevido a decirle a K. que se me ha olvidado la cámara y que me va a tener que prestar la suya. El mercado está frente a un bulevar que recuerda al típico paseo del centro de los pueblos grandes, si bien en los bancos no hay abuelos, sino drogadictos o locos. Tal vez las dos cosas. Yo digo que son locos que se drogan, y K. que la heroína les ha llegado al cerebro. Su hipótesis es más razonable que la mía.  K. es el señor que escribe este blog, y al que en una entrada antigua llamé Urban; hoy ya es K. porque se ha hecho más cotidiano, y esa es la inicial de su nombre. K. sabe muchas cosas sobre ciertos barrios. De Vallecas, me dice, ha investigado poco; lo que tiene son recuerdos de su adolescencia y juventud. Para él Vallecas era lo quinqui y la droga. Lo más chungo. En sus tiempos K. veía mucho cine quinqui, pues para un chaval los delincuentes representaban un heroico desafío a la autoridad.






En el mercado damos vueltas por las verduras. K. quiere que vayamos al pescado. Cuando llegamos al pescado, lo miramos sin saber qué hacer. Salimos y nos metemos por una calle chiquita, y ya me atrevo a decirle que no tengo cámara, y que si puedo tomar las fotos con la suya. Nos paramos en una colonia donde algunas de las zonas comunes están cerradas; "Eso es porque ha habido problemas entre los vecinos", me dice. No sé a qué tipo de problemas se refiere, ni en qué calle estamos. Voy de resaca y me cuesta hablar.











Nos topamos con el parque Azorín. Desde allí hay unas buenas vistas de Madrid. Salimos de nuevo a la avenida de la Albufera, que en general tiene este aspecto:






Mi pretensión es subir una suerte de monte pelado que recuerdo que se alzaba extrañísimo desde la ventanilla de un taxi la última vez que estuve por aquí; en aquel momento me convencí de que se trataba del Cerro del Tío Pío; sin embargo, dicho cerro está mucho antes de llegar al centro del pueblo. De hecho, cuando preguntamos por él a un viejo, éste nos dice: "Ya estáis en el Cerro del Tío Pío". No hay nada pelado a nuestro alrededor, aunque sí una panorámica, desvaída por el día gris:





Hay también un parque de bomberos donde los ánimos están caldeados:










No apunto nada. Es K. quien se ha tomado la molestia de averiguar por dónde hemos estado. No tengo ni idea de cómo lo ha hecho. El caso es que atravesando el Cerro del Tío Pío empieza el ladrillismo salvaje, y a cada rato obligo a K. a pararse para hacerle la misma pregunta: "Y este edificio, ¿de qué época es?". Él más o menos lo sabe, y cuando no, pregunta a algún vecino. Creo que me dijo que las casas que pego a continuación (colonia de Los Álamos, en la avenida Pablo Neruda)  son construcciones de los años 50 o 60. Se trata de edificios baratos y muy deteriorados:















En la misma avenida encontramos esta mole ochentera, que a mí me recuerda a una cárcel:






También encontramos esto, que no sé si es 80 o 90; parece la versión castiza del modelo de edificio soviético de una banlieue:







La dicha de los constructores en la mencionada avenida no tuvo límites, si bien hay que diferenciar entre lo que se levantó durante los años 50 y 70, fruto de la especulación pura y dura (lo que en barrios como Vallecas significó la construcción de viviendas pobremente equipadas, puesto que estaban destinadas a la clase baja),  y los edificios que se alzaron a finales de los 80 y principios de los 90 según un plan del Instituto de Vivienda de Madrid que trató de solucionar, entre otras cosas, el problema de la calidad de los pisos.





Ignoro si estos curiosos centros comerciales pertenecen a dicho plan:






El plan del IVIMA fue una alternativa a las casitas de autoconstrucción de los inmigrantes que llegaron a la capital en los años 50 procedentes del campo, casitas que se degradaron a consecuencia de la droga y la delincuencia. Copio de aquí (artículo de María Carmen García-Nieto París, de la Universidad Complutense de Madrid; seminario de Fuentes Orales): "La población inmigrante buscó alojamiento de acuerdo con su poder adquisitivo, viéndose así alejada de los puntos centrales de la ciudad. Las características de algunos de los asentamientos donde se fueron concentrando coinciden con las observadas en la zona de Vallecas y, especialmente, en el núcleo de PALOMERAS. Su crecimiento urbanístico se fue produciendo en conexión con parcelaciones ilegales en terrenos alejados, que suponían la conversión clandestina de suelo rústico en urbano y provocaron la aparición de barrios de autoconstrucción para emigrantes. Surgieron así barrios nuevos en barriadas obreras tradicionales, todos ellos nacidos, como es el caso de PALOMERAS, bajo el estigma de la marginalidad: autoconstrucción, carencia de licencias, pobreza de materiales. La actitud de los ayuntamientos, en extremo permisiva y respetuosa con los intereses de los agentes inmobiliarios, permitió el crecimiento de estos barrios y la 'legalización' de las edificaciones a través de diversos e irregulares procedimientos entre los que se encuentran las multas que, una vez satisfechas, evitaban el derribo de la vivienda autoconstruida. Este negocio, además de ser una importante fuente de ingresos para propietarios e intermediarios, constituía a su vez una forma indirecta de revalorizar los terrenos que, después de cierto tiempo, recibían la calificación de urbanos; ello comportaba la obtención de nuevas plusvalías en los solares mantenidos en reserva, o bien adquiridos con propósito especulador, revalorizando además los terrenos que separaban el barrio de la ciudad". Me cuenta Charo que la erradicación del chabolismo en Palomeras fue también "la rehabilitación más grande hecha en Europa hasta ese momento, a pesar de que se había conseguido dignidad en las viviendas de autoconstrucción".  Charo dice que "en quinto de carrera, siendo Fabio un bebé, trabajé como encuestadora para un trabajo sobre la remodelación en Nuevas Palomeras. O sea, que me metí en los pisos recién ocupados por familias gitanas y payas procedentes de Palomeras Bajas. Aquello era un caos. Todavía daban miedo algunas zonas, que ahora imagino más normalizadas (de la calle Rafael Alberti para allá). Hubo gitanos que antes de contestar me pedían el DNI y querían asegurarse de que yo no era policía. Habían arrancado los WC de los pisos, y en fin, mucho más. Hasta hace poco me consta que ha habido carteles en los portales prohibiendo tirar las basuras por las ventanas. Un amigo nuestro, Javier, pasó su infancia en Palomeras Bajas, donde tenían una casa estupenda; sé que sus padres lloraron al irse, y su madre, una mujer muy luchadora (eran de un pueblo de Jaén) habló personalmente con el ministro de entonces y consiguió que le dieran pronto un piso en Rafael Alberti, donde vivió Javier varios años, hasta que tuvo que venderlo en los 90 (seguía habiendo problemas de convivencia vecinal).  Nosotros vivíamos en la calle León Felipe, y Javier en Rafael Alberti. Los pisos de León Felipe, que nosotros estrenamos (el piso más grande y bonito que he tenido), ya no eran de la remodelación, pero los otros nuevos, al otro lado de la Albufera, sí, todos. Y, por cierto, estaban muy bien".

El parque de  Palomeras lo atraviesa ahora un anillo ciclista:







Cruzamos la M-40:



Aparece el falso Cerro del Tío Pío, que ya no sé qué es, y que en la imagen apenas se aprecia:






K., cuyo blog es muy visitado, me dice que hace poco contactó con él una mujer para ver si podía ayudarle con una calle de Barajas en la que había vivido su padre. Había rastreado la zona, y la calle no existía. K. le dijo que, cuando los pueblos de alrededor de Madrid se unieron a la ciudad, hubo que renombrar las calles, pues ya había, por ejemplo, una calle Mayor. La mujer se quedó contenta con la explicación.

Conforme nos acercamos al pueblo, hablamos de películas de terror. K. se ha aficionado últimamente; yo le digo que a mí me gustaban cuando era niña y me quedaba sola en casa. Me daba morbo pasar miedo. Ahora, en cambio, ni siquiera soy capaz de ver Cuarto Milenio. Luego no puedo dormir.

El siguiente paso cuando se ha estado hablando de cine de terror y de programas sobre casas embrujadas es preguntar si se cree en los espíritus. La respuesta me la reservo. Me parece que íbamos ya por aquí:





Después del metro aparecieron las primeras, y tal vez únicas, casitas:




El aspecto de Vallecas pueblo es muy distinto al de la zona de Palomeras. Los edificios tienen poca altura, y a mí no me importaría vivir por aquí si tuviera el trabajo cerca, y también amigos con los que bajar al bar:



















Llegamos a la placita del pueblo. Nos sentamos en una terraza, pues ha salido el sol. K. dice: "Qué raro estar hoy en Vallecas".





Y aquí lo dejo, que es Nochevieja y el pavo me espera en la mesa.

Feliz 2011.

martes, 7 de diciembre de 2010

Caño Roto y el Nuevo Carabanchel







Tenía 10 años y mi abuelo me daba trescientas pesetas. Con eso pasaba horas en los cochecitos de choque. Era agosto, mi abuela me echaba medio bote de colonia S-3 en el pelo y me hincaba las cerdas del cepillo para trazarme una raya perfectísima que aún dura; yo tenía un conjunto de camisa y pantalón de color verde con frutas amarillas que debían de ser plátanos o limones, y otro conjunto de pantalón corto a rayas blancas y moradas, con un dibujo de una mujer pelirroja sonriendo. Eran mis conjuntos estrella. Había más, pero no me gustaban, y en el 88 en un pueblo de Andalucía no hacía falta un modelito nuevo para cada día de la semana. Y menos aún siendo niña: podías tirarte dos meses poniéndote el conjunto verde los días pares y el de rayas moradas los impares sin miedo a que ninguna pequeña cabrona te mirara mal, porque ellas hacían lo mismo (las de mi colegio concertado en Valencia, en cambio, sí podían llegar a mirarte muy mal). Tampoco hacía falta que nadie te vigilara cuando salías a la calle: por las mañanas cogías la bici y te ibas adonde te daba la gana, y por las tardes, con el dinero del abuelo o del padrino, te comprabas chuches y te juntabas con otros niños, y también hacías lo que querías, fundamentalmente correr y desgañitarte sin que nadie te dijera por ahí no, y eso que ya había abundancia de coches, y también quinquis de 14 años que se pasaban el verano chuleando con la moto e importándoles una mierda atropellarte. Una extraña sincronía en la que ya nadie cree ha hecho que llegue sana y salva a la edad adulta. Pero a lo que iba: con las trescientas pelas que me daba mi abuelo para la feria, y después de que mi abuela me repeinara,  bajaba corriendo la calle y me plantaba en los autos de choque, dispuesta a pasar allí las siguientes cuatro horas. Cuando me gastaba todo el dinero le peloteaba a mi primo para que me invitara, o volvía a la casa a arañar veinte duros más. Pasaba siempre, por este orden, delante de una tómbola con muñecas chochonas, de una máquina que manejaba un señor y que te leía el futuro si metías la mano (la metí una vez, y sólo recuerdo de su predicción que me iba a convertir en súcubo, palabra que no había escuchado jamás) y de una furgo de venta ambulante donde podías comprarte turrones, cocos, bolitas de anís y almendras garrapiñadas. A veces en la tómbola tenían puestos a Los Chichos, en la máquina a Los Chunguitos y en los turrones a Los Chorbos; otras veces eran Los Chorbos los que sonaban en la tómbola y Los Chunguitos en la máquina y los turrones, y otras eran Los Calis los reyes del mambo. Y así. Yo tenía ya mis canciones preferidas, que por supuesto coincidían con las que más se escuchaban. Algo que no sonara veinte veces a lo largo de aquellas cuatro horas no tenía ninguna posibilidad de gustarme. Mis hits del verano eran Heroína y Una paloma blanca.






Cuando le anuncio que queremos ver Caño Roto, Manolo nos dice que "de ahí es algún grupo de esos del estilo de los Chunguitos. Creo que Los Chichos. ¿No, Marisa?". Marisa tampoco está segura, aunque ella es del barrio. He bajado en Carpetana, y voy con Esther, que siempre quiere ver algún edificio cuando viene a Madrid porque, como ya dije en post anteriores, ella es arquitecta y urbanista aparte de personaja de este blog, y afirma que por aquí hay cosas muy interesantes. Un par de días antes se fue a Sanchinarro y acabó andando por el talud de la M-30.  Se construyen edificios entre las circunvalaciones y las vías del tren, por ejemplo muchos geriátricos para que los viejos no puedan escapar, aunque no me acuerdo de si lo que buscaba Esther era un geriátrico. Hizo esta foto cuando logró dar con un puente:






Los Chorbos, que tienen dos discos que incluyen a Caño Roto en el título, eran más aristocráticos que Los Chunguitos (de Vallecas) o Los Calis (del Pozo del Tío Raimundo). Ellos fusionaban flamenco y rock, y el resultado según la Wikipedia se llamaba pop urbano. He aquí la canción que más se oía por los altavoces de la tómbola de mi pueblo:


http://www.youtube.com/watch?v=6cgsRJQYNt0


Lo más granado de lo peor según Marisa, cuya adolescencia fue puros ochenta en Carabanchel, eran el Cerro de La Mica, el Mínimo y Caño Roto. En el Cerro de La Mica había hasta hace poco chabolas. A los gitanos se les reaolojó en unos edificios que no están mal, frente a la Cuña Verde,  parque que han hecho sobre el antiguo poblado, y que yo atravesaba para ir desde mi casa de Urgel hasta el Alto de Extremadura, pues mi ex novio vivía allí. Según este blog, Caño Roto es un poblado dirigido de  cuando la emigración masiva del campo a la ciudad (años 50). Para evitar la infravivienda, a los obreros se le ponía a construir sus propias casas. Quienes mandaban eran los arquitectos. El resultado son casitas humildes y pulcras que parecerían casetas de obra si no fuera porque tienen dos pisos, y por lo visto también un patio; las casas forman unas callecitas muy pequeñas, con arriates y vecinos viejos. Ya no hay nada por el andurrial que haga pensar en los ochenta, pero seguro que más de un abuelete de los que nos salen al paso perdió un hijo, o tiene a unos cuantos en la cárcel.




Por estos lares en verano se sacan las sillas a la calle y se toma el fresco: aquí se cumple literalmente eso de que Madrid no es más que la suma de un montón de pueblos. Casi todos manchegos, extremeños y andaluces.






Caño Roto no está formado sólo por las casitas de autoconstrucción. También hay edificios sin bajos comerciales, que se levantaban aparte:





Muchos de estos edificios lucen un verde pastel, o rana. Les están poniendo ascensores por fuera, en la fachada.




Me cuenta Esther que las casitas de autoconstrucción son problemáticas, pues impiden el ahorro energético, y hay que invertir mucho para adaptarlas.
 





Estamos caminando por la calle Gallur. Nos dirigimos hacia El Tercio, unos chalets que se construyeron para los legionarios. Cuando llegó la democracia los expropiaron. Son las doce del mediodía y cae una luz rara, blanquísima, costera; esta foto parece tomada en verano, pero nos estamos congelando:





Esther es la que lleva la cámara y la que ha hecho todas las fotos de este post (gracias, Esther). Yo voy delante con Manolo y Nicolás, que duerme tan pancho en su carrito:





Al final nos metemos en el parque de San Isidro, y luego en el cementerio (de cementerios hablaré otro día). De vuelta a la vía Carpetana, pasamos por el antiguo canódromo, al que Marisa iba de niña a apostar por algún galgo, y donde hoy hay campos de fútbol.













Al lado del metro, Nicolás nos dice adiós con su globito:




Objetivo número dos: el Nuevo Carabanchel. Esther quiere ver la casa de bambú, que está premiada. Yo me preparo para toparme con  algo similar a Sanchinarro, que en lugar de calles tiene autopistas entre las moles de viviendas. Es decir: me preparo para que no me guste, y para que el barrio confirme lo dicho en este blog de que en Madrid ya no se genera calle, ciudad, espacio público. Sin embargo, me tengo que comer esa afirmación. No sé qué pensarán los vecinos, pero el Nuevo Carabanchel, donde se alternan viviendas de protección oficial con otras que no lo son, parece un barrio muy correcto. Primero, porque se ha creado calle, con sus bares y sus tiendas y sus buenas plazas. Y segundo, porque ahora se convocan concursos de vivienda pública, lo que significa que los arquitectos, para ganarlos,  no deben repetir el mismo modelo de edificio.

Bajamos en La peseta. Estamos seguras de que vamos a comer en un restaurante con aspecto de franquicia irlandesa abierto hace poco, o en un mesón en cuya puerta reza: Casa fundada en 2005. Bingo: en la avenida nos topamos con una simbiosis de ambas cosas. La comida también participa del sincretismo: las patatas de los huevos rotos son congeladas, pero la morcilla es buena. 

Esther me dice que podemos adivinar la edad de los arquitectos por los materiales que usan. El ladrillo es propio de puretas; los que están entrando en la crisis de los 40 utilizan un ¿material tecnológico? (no me acuerdo, Esther) que ha hecho que la industria del azulejo se renueve. Eso da lugar a construcciones de este color:




O a estas otras:







  • Los arquitectos treintañeros son todavía más osados con los materiales*:





Repito que todo esto me lo dice Esther. Cuando lea esta transcripción me soltará que no es exactamente así, y también: "Ojalá nunca veas un enfado mío".

El barrio alterna este tipo de eficio de ¿material tecnológico? con otros ladrillistas que tampoco pintan mal. Los árboles de los parques están recortaditos, y hay solares como el que describe Vicenç Pagès Jordà en Los jugadores de whist.










Nos encontramos con una escuela, o algo así, para deficientes, que tiene un jardín parecido a un  bosque en miniatura. Esther cuida de que no la vean echando la foto. La represión produce una mente perversa.





Llegamos hasta la M-40:




Luego nos vamos a la casa de bambú, que está en la otra punta del barrio:




Y esto es todo, amigos.

* (Me chiva un anónimo que el edificio de colorines lo han diseñado unos arquitectos de 50 años: "Los arquitectos, profesores de la Escuela de Arquitectura de Madrid, forman el estudio Temperaturas Extremas. Aqui tienes información sobre su edad: http://www.amann-canovas-maruri.es/cv.html

Como su página web no está actualizada, no aparecen fotografías del edificio terminado, sólo los planos y maquetas iniciales. Sin embargo, puedes encontrarlas aquí: http://www.imagensubliminal.com/content/obra/viviendas-en-carabanchel-1". Gracias, anónimo.)