En
mi época universitaria era costumbre recorrer el barrio de Salamanca las noches
en las que había recogida de muebles para adecentar el piso compartido.
Una amiga se hizo, entre otras joyas a las que roía la carcoma, con un arcón decorado con motivos
campestres. Mi amiga inyectaba líquido matacarcomas por todos los agujeritos
de los muebles gorroneados en los portales de la gente pudiente. Durante años arrastró
de piso en piso el arcón, un estiloso perchero de pie y una mesita
auxiliar que, según ella, era de estilo biedermeier, aunque ya no valía un duro
porque estaba reparada. Mi amiga le dio una capa de betún y la usó como mesita de
noche.
Yo nunca me topé con nada de valor. Tenía menos necesidad que mi amiga, pues mis padres siempre estaban deseosos de visitar Ikea cuando venían a Madrid. Mi único botín duradero fue algo que no estaba destinado a durar: unas etiquetas adhesivas. Todavía las tengo. Llevan conmigo doce o trece años. Mis carpetas, mis archivadores, mis tápers, lucen esas etiquetas de papel amarronado por la suciedad. Habían desmantelado una oficina; las tiras adhesivas estaban enredadas entre las patas de una silla con ruedas. Era de día.
Cuando comenzó el otoño de 2005 empecé a encontrarme gomas de pelo por la calle. Cada vez que miraba al suelo, no veía colillas, ni palos de piruleta ni papeles, sino gomas aplastadas, o recién caídas y todavía limpias. Me daban entonces ganas de llevármelas a la nariz, de rastrear la marca del champú, del suavizante que había dejado el cabello demasiado resbaloso.
Podría decirse que me encontraba siempre gomas de pelo porque era lo que me interesaba (la típica idea, al parecer comprobada, de que sólo vemos lo que buscamos, que a su vez es lo que sabemos), pero no recuerdo haber estado sumergida en el mundo de las gomas de pelo durante el otoño de 2005. Luego sí me interesé, aunque no por ellas, sino por estar todo el tiempo encontrándomelas. Alimentaban mi lado supersticioso: si me salían al paso, era por algo. Me sentía obligada a descifrar un mensaje cuya lógica sólo podía ser tan absurda como estar tropezándome todo el tiempo con un objeto que no significaba nada para mí. Probé a recogerlas; el bolsillo trasero de mi mochila se llenó de cintas elásticas, algunas relucientes, la mayoría manchadas de polvo, y tal vez de meados de perros y gatos y de escupitajos secos. Nunca metía la mano hasta el fondo de ese bolsillo. Comencé a ponérmelas cuando iba a nadar. Tres veces por semana elegía una goma roñosa y la sumergía en el agua desinfectada con cloro. Lo bueno de esta estrategia es que la goma dejaba de darme asco, y del bolsillo pasaba al armarito del cuarto de baño. No ocurrió en mi vida nada que guardase relación con las gomas de pelo.
Estas eran las vías que más trasitaba entonces, donde encontré la mayoría de las gomas: Pedro de Valdivia, Pinar, Serrano, López de Hoyos, Francisco Silvela, avenida de América, Cartagena. No son exactamente lugares periféricos, pero este blog es www.madridesperiferia.blogspot.com, quiero decir, mi idea de la periferia es amplia, u otra.
Cuando comenzó el otoño de 2005 empecé a encontrarme gomas de pelo por la calle. Cada vez que miraba al suelo, no veía colillas, ni palos de piruleta ni papeles, sino gomas aplastadas, o recién caídas y todavía limpias. Me daban entonces ganas de llevármelas a la nariz, de rastrear la marca del champú, del suavizante que había dejado el cabello demasiado resbaloso.
Podría decirse que me encontraba siempre gomas de pelo porque era lo que me interesaba (la típica idea, al parecer comprobada, de que sólo vemos lo que buscamos, que a su vez es lo que sabemos), pero no recuerdo haber estado sumergida en el mundo de las gomas de pelo durante el otoño de 2005. Luego sí me interesé, aunque no por ellas, sino por estar todo el tiempo encontrándomelas. Alimentaban mi lado supersticioso: si me salían al paso, era por algo. Me sentía obligada a descifrar un mensaje cuya lógica sólo podía ser tan absurda como estar tropezándome todo el tiempo con un objeto que no significaba nada para mí. Probé a recogerlas; el bolsillo trasero de mi mochila se llenó de cintas elásticas, algunas relucientes, la mayoría manchadas de polvo, y tal vez de meados de perros y gatos y de escupitajos secos. Nunca metía la mano hasta el fondo de ese bolsillo. Comencé a ponérmelas cuando iba a nadar. Tres veces por semana elegía una goma roñosa y la sumergía en el agua desinfectada con cloro. Lo bueno de esta estrategia es que la goma dejaba de darme asco, y del bolsillo pasaba al armarito del cuarto de baño. No ocurrió en mi vida nada que guardase relación con las gomas de pelo.
Estas eran las vías que más trasitaba entonces, donde encontré la mayoría de las gomas: Pedro de Valdivia, Pinar, Serrano, López de Hoyos, Francisco Silvela, avenida de América, Cartagena. No son exactamente lugares periféricos, pero este blog es www.madridesperiferia.blogspot.com, quiero decir, mi idea de la periferia es amplia, u otra.
Hace un mes, o tal vez más, vi en El Matadero una exposición en la que se mostraba el trabajo de unos arqueólogos urbanos. Su arqueología: recoger objetos callejeros en determinados barrios y archivarlos en cajones. ¿Decían algo los objetos perdidos o tirados sobre los barrios? Creo que era esa la pregunta de la exposición. Quizá no. Ignoré el folleto. Tal vez los artífices del proyecto no eran arqueólogos urbanos, sino artistas, y buscaban otra cosa. El caso es que yo me hice mi idea y me empeñé en contestar a la pregunta sobre lo que yo creí que iba la exposición mirando los objetos.
Concluí que esas cosas recogidas en la calle evidenciaban el nivel sociocultural y económico de los barrios. Me fijé bien en los cachivaches de Malasaña y en los de Carabanchel. Son dos barrios que conozco. Más tarde pensé que, precisamente por conocer esos dos barrios, había visto lo que sabía de antemano. Mi conclusión era una patata. También pensé qué habría pasado si me hubieran enviado a coger cosas cuando me topaba todo el rato con gomas de pelo. El resultado de mi investigación habría sido, cuando menos, desconcertante.
Aquí una foto de otra de las exposiciones que había ese día en El Matadero, y que meto en esta entrada porque salgo yo:
Qué entrada más curiosa es ésta, Elvira. Me ha hecho acordarme de cosas recogidas de la calle con las que amueblé pisos compartidos en Madrid (sillas, mesitas, estanterías). Recuerdo con especial cariño una gran lata de anchoas decorada a lo antiguo con letras y dibujos de colores vivos. La habían dejado en la puerta de un bar de Malasaña, todavía pringada del aceite de las anchoas. Yo la recogí, la lavé y la usé como papelera, pero luego en otra casa pasó a ser una maceta. Pensé en esa lata la última vez que fui a Madrid,precisamente cuando me dirigía a cenar a tu casa y pasé por la puerta de aquella antigua taberna, que conserva el nombre. No consigo recordar qué fue de aquella lata, en cuál de mis cambios de casas o de ciudades se quedó.
ResponderEliminarAl vivir luego en una zona de viviendas unifamiliares con jardín de Dos Hermanas, lo que recogía de la calle eran plantas, grandes esquejes que procedían de las podas recién hechas, y con algunos de los cuales me he construido mi propia azotea-jardín. Sobre todo ficus que ahora son casi árboles y han sido multiplicados, hiedras y diversas clases de aloes. Eso sí: reconozco que lo tuyo con las gomas de pelo no tiene parangón.
Yo recogía canicas y chapas en la calle. Luego supe que no se podía amueblar nada con eso.
ResponderEliminarLos contenedores y las mudanzas tienen siempre algo de poética triste.
Un día Carmen escribió esto acerca de un campanario:
"Cuando bajaron a la cigüeña enferma, encontraron en su nido un cartón seco de vino, un dado, óxido de lata, una muñeca rota."
Me sorprendo menos desde entonces de lo que tiran algunas periferias más bajas.
Charo y r.e.c., qué bien veros por aquí y que me contéis vuestras recogidas callejeras. Con esquejes y canicas os puedo contar también unas cuantas historias; los primeros los robaba, sobre todo de una planta a la que llamaba "del dinero" (es parecida a la hiedra) porque se lo escuché a alguien, no me acuerdo a quién. Los sembraba y crecían a un ritmo exasperantemente lento. Las canicas sólo me las encontraba en el patio del colegio. Estaban siempre picadas. Las compartía con mi mejor amiga. Las teníamos metidas en un estuche; un día nos peleamos y me quedé yo con él. Un año después hicimos las paces, y entonces ella me reclamó el estuche.
ResponderEliminarElvira, me ha encantado lo de la desinfección piscinera. Yo de pequeño recogía en la basura teles viejas. Bueno en realidad lo que me quedaba eran los circuitos impresos. Esas placas verdes con calles plateadas y edificios minúsculos de colorines. No sé donde andarán, eran demasiado pequeños como para hacer otra cosa que mirarlos durante horas (siglos). También encontré, cuando desmontaron la torre de alta tensión que había cerca de casa de mis padres los aislantes verdes de vidrio que protegen a la estructura de la corriente. Tengo todavía dos discos enormes de plomo y cristal verde... Le tenía cariño a aquella torre letal.
ResponderEliminarEn el garaje de mi abuelo había de esos aislantes que dices, verdes, como vasos hechos de las antiguas botellas (antes las botellas de Coca-Cola eran más verdes y gruesas), y yo jugaba con mi prima a que tomábamos el té en ellos. Eran gustosos de tocar y de llevártelos a la boca.
ResponderEliminarSaludos, Bastida.
Bonito relato socio-cachivachero. ¿Quién no se ha dedicado a recoger restos de la vida de otros para convertilros en un apartado especial de la nuestra, incluso de colecciones ansiosas y casi místicas?
ResponderEliminarYo lo hacía, y a veces lo sigo haciendo. Como dice Pablo Guerrero, "las cosas más modestas y sensibles están en los cajones nuestros de los encuentros"
Hermoso retazo sociológico.
Y este otro recuerdo de la búsqueda aleatoria. Me reclamaba mi padre mi contínua cabeza baja rastreando el percurso sobrevenido, el espacio estricto del suelo porteño escudriñado en busca de algo que me sugiriera algo que me brindara algo. Algo que iba a parar al cajón o caja de los adminículos levantados y convertidos en posesiones particulares con el recuerdo invisible de otros, o tan sólo de ellos mismos, objetos ya inútiles o aún viables pero significantes, curiosos, prometedores como muchacha atisbada en algún sitio. Y como tal vuelta a observar para descubrir ilusionadas posibilidades, futuros realizables, constructos imaginarios convertidos en verdades actuantes. Maravillosos encuentros que aún me persiguen.
ResponderEliminarTal como lo cuentas veo ciudades enteras en esos objetos, Norberto.
ResponderEliminarGracias, como siempre.